Cuaderno de lecturas
Comer
animales es un título un tanto provocativo, cierto, pero lo sería más (y
tal vez más preciso) si se hubiera titulado Comer
cadáveres. El autor, también novelista, propone al lector interesado un
libro de investigación sobre las industrias cárnicas en Estados Unidos, en un
estilo y unas formas, diríamos, muy características del quehacer editorial
norteamericano: ágil, con tintes de “nuevo periodismo”, muy documentado y de
probada eficacia en este tipo de
argumentación.
El ser
humano devino carnívoro en algún momento de su evolución y ha continuado
comiendo carne durante siglos, todavía al amparo de una cierta tradición de
granja y caza que le mantenía unido a sus inicios evolutivos. En la actualidad,
sin embargo, la carne como alimento para los humanos es exclusivamente producto
de un proceso de explotación industrial que nada tiene que ver con esos
orígenes; es decir, la figura romántica del humano que, independiente, libre y
en lucha con la Naturaleza, caza para sobrevivir, es sólo ya una ficción
romántica.
El autor de Comer animales se ciñe a la realidad norteamericana, pero, con
algunas matizaciones, seguramente su relato es extrapolable por lo menos a todo
el “primer mundo”. Para su documentación sobre industrias y mataderos Jonathan Safran Foer visitó innumerables
establecimientos: a veces de manera abierta; otras, a escondidas, clandestinamente.
Su testimonio es el elenco de la crueldad y de la explotación más abyecta
(cerdas y vacas, confinadas en pequeñas jaulas y convertidas hasta la muerte en
permanentes máquinas de parir, corredores del “sacrificio” con animales
aullando de pavor, matarifes inexpertos y sádicos…, etc.), algo que el
consumidor de carne ignora o que prefiere ignorar. Con todo, si, en la medida
de lo posible, conseguimos abstraernos de este horror, comprobaremos que este
ensañamiento tiene menores efectos sobre los consumidores que todas las
prácticas documentadas en estas granjas-matadero.
La carne que consumimos está inaceptablemente
contaminada: en parte por la alimentación misma de los animales, trufada de
hormonas de engorde y de antibióticos, por ejemplo; y en parte también porque
es práctica habitual, por impericia, premura productiva o comodidad, mezclar el
cadáver con sus propios desechos orgánicos: el resultado es una tasa altísima
de humanos infectados de patologías diversas, como la conocida salmonella. El autor documenta
innumerables casos de intoxicaciones de este tipo.
La contaminación ambiental llega también a
grados inaceptables. Los residuos de las granjas de cerdos o de pollos infectan
inevitablemente manantiales y acuíferos y producen bacterias que pueden ser
mortales para los humanos; y las emisiones de gases contaminantes de los
vacunos es equivalente a la producida por todos los automóviles del planeta.
Desde el punto de vista económico, el autor explica
con cifras provenientes de entes estatales cómo (En Estados Unidos, supongo que
algo parecido debe de ocurrir en la Unión Europea, y para qué hablar de China)
las industrias del sector reciben cuantiosas subvenciones, pues el precio de la
carne, si se tomase en cuenta su coste real sería prohibitivo para la inmensa
mayoría de los ciudadanos de cualquier país. Si consideramos además la gran
cantidad de agua que consume un animal durante su periodo de engorde, resulta
que, al final de todo el proceso, para obtener un kilo de carne se han empleado
más de quince mil litros de agua, un derroche que no podemos permitirnos.
Por último, last but not least, en algún momento deberemos afrontar el problema
ético que se nos plantea ante estas prácticas. En la cultura occidental se nos
dijo siempre que el “hombre” es el “rey de la creación” y que todo está a su
servicio. No es así en otras culturas y no debería ser así tampoco en la nuestra.
Algún poso ético debe permanecer en los más profundos pliegues del ser humano
para que la “profesión” de matarife o de carnicero suscite en muchas sociedades
un rechazo vergonzante. En España la
(anti)cultura no se distingue precisamente por su empatía con los animales,
aunque es cierta la corriente creciente de cambio en este sentido. Al menos
deberíamos proponernos un pequeño ejercicio de reflexión al respecto.